Esta historia de hoy es un poco triste, pero me quedó tan adentro, que tengo la necesidad de contarla a los cuatro vientos.
Había llegado a Muxía procedente de Dumbría y, cuando salí del albergue para dirigirme al Santuario de la Barca, al subir una pequeña cuesta empedrada, que lleva a la iglesia y al cementerio pegado a ella, di alcance a un matrimonio mayor que caminaban muy despacio, como teniendo miedo de llegar a su destino. Ella pequeña y él bastante alto y encorvado, y los dos mirando al suelo.
Nos saludamos y el señor comienza una conversación que me encogió el corazón.
Nosotros
vamos al cementerio a ver a un hijo que está allí. Los hijos no
deberían morir nunca antes que los padres. Tenía cuarenta y ocho años y
era un mozo como un castillo. Le entró eso en la cabeza y aunque se
operó particular nada se pudo hacer. Duró seis meses. Trabajaba en
mantenimiento en televisión en Madrid. Cuando le trajeron a enterrar
tardó ocho horas en llegar. Yo tengo ochenta y cuatro años y de verdad
que me cambiaba por él.
Me
enseña una fotografía de su hijo y yo no atino a decir nada.
Nos damos la mano y
yo sigo mientras ellos se quedan con su dolor y su hijo.
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